La extraña pareja y el silencio infinito

Eran dos, pero por alguna remota razón parecían menos. Él ocupaba mucho espacio. A ella apenas se la intuía. Él era circular, redonda su postura, mofletes caídos, con peso, con chicha, con bagaje de haber vivido. Sus piernas separadas, sus manos boca abajo sobre los muslos, sus pequeños pies enfundados en unas bambas azul marino sin cordones. Para mi mayor sorpresa, al levantar la vista, descubro alfiler y corbata color naranja. Sí señor, eso es atrevimiento. La actitud retadora. Unos setenta. Parecía con todo su ser esperar a ver qué era lo siguiente por soportar. Ella, la expresión comedida, larga y afilada, casi frágil hasta la perturbación y la enfermedad. No parecía de este tiempo. Imploraba a gritos por cada poro de su piel: “Si pudiera, me difuminaría ahora mismo”. Pero no podía. Hierática, extremadamente recta, se limitaba a mirar por la ventana del vagón de tren. Frente a ellos, una destartalada bolsa grande con cremallera y algunas otras pertenencias ordenadas en paquetes. Se hizo el silencio en mi cabeza. De repente, llovió una pregunta: “¿Dónde irían?”.

ParejaEl padre todavía albergaba esperanzas de llegar al corazón de la hija. Al parar el tren en Vallecas dijo: “Mira, aquello es el campanario de la iglesia. Es bonito, ¿no?”. Por toda respuesta, un leve giro de cabeza, casi fortuito, y entonces pude ver sus ojos, de dolor, de perdición, de locura, de profunda soledad. Se le oía musitar, sin mucho empeño ya, comentarios sin importancia, que el tren se encargaba de triturar a cada estación y lanzaba al aire, a la atmósfera, a ese espacio invisible que era lo único que ambos compartían. Una y otra vez, el mismo movimiento, el mismo intento por captar la atención de su hija, hasta que en medio de mi total distracción, escuché su voz: “Que me dejes en paz, oye, que te vayas ahí, que te sientes por ahí. Pesado. Deja de molestar”. Y el padre la miraba a los ojos, esos ojos, de espanto, de profundo dolor, y al mirarse en ellos se veía también a él.

Se recomponía en su asiento, las manos todavía sobre los muslos, alfiler y corbata. No buscaba un rastro de dignidad, era la misma dignidad. No buscaba un ápice de comprensión, él era la comprensión. Algo más fuerte le impulsaba, servía de contrafuerte, de suave brisa, de desahogo entre ambos. Más allá de la enfermedad y el dolor, de la mezquindad de las palabras inoportunas, de la lucha, la fatiga, la desesperación y la ignorancia, brillaban la fe y el amor, intocables. Otra vez: “Pesado, que dejes de molestar”. Y seguidamente, un sonoro bostezo, que parecía comerse el tiempo, las ilusiones, la juventud, el espíritu. Y él, respondía con el lenguaje del amor y la fe: el infinito silencio.

Bajé la cabeza, me dije por adentro que estaba presenciando un instante privilegiado, colmado de perfección. Recordé entonces un grabado espectacular de Goya en el que un anciano con barbas, encorvado, camina apoyado en un bastón. A sus pies, el título de la obra: “Aún aprendo”. Ese anciano somos todos. Los ojos se me empañaron de lágrimas, y quise ver más allá de ese cuadro que los dos componían. Y me encontré con su camino, único, verdadero, sagrado, ajeno a todo juicio, el que ambos escogieron experimentar en esta aventura que es la vida. Me abrumó la escena por su sencillez. Amor y fe, amor y fe, no hay nada más que sirva para explicar qué hacemos aquí. La espiritualidad del hombre moderno no consiste en evadirse de los problemas y los conflictos cotidianos recurriendo a las fantasías o al retiro, como tampoco en consumir cursos, talleres y terapias. La espiritualidad bien entendida es cultivar ese espacio de silencio infinito que nos hace grandes, dignos y comprensivos, capaces de amar, en mitad de las tempestades. El silencio sonoro solamente nace de la paz interior, y puede ser que un buen día nos toque ejercitarlo a alguno de nosotros en un lugar tan cotidiano en nuestras vidas como el vagón de un tren.

Noelia Román
Artículo publicado en la revista Espacio Humano. Septiembre, 2013.